Fernando Cañadas

Aquel atardecer Juan agitaba sin cesar las riendas de su caballo. No escuchaba los resoplidos del animal cabalgando a toda velocidad junto a las vías del tren que cosían el inhóspito y árido paisaje, tampoco el relinchar cuando clavaba sin compasión las espuelas en los costados, su pensamiento permanecía en otro lugar de la línea del horizonte dónde comenzaba a esconderse el sol, resaltando las tonalidades rojizas de las montañas escarpadas, contrapuesto al manto azulado de estrellas.

El dolor punzante de la pierna le hizo regresar a la montura y darse cuenta que la sangre brotaba a borbotones por la bota derecha. Sí, momentos antes había disparado a un hombre junto a la estación de tren de aquel pueblo perdido en mitad del Oeste. Desenfundó el arma más rápido que su oponente para dejarle una bala en el estómago, a cambio de otro orificio en su pierna. Agonizante,  confesó haber atado a las vías a la mujer que amaba y no correspondía su amor, si no era suya no seria de nadie… susurró el último hálito.

El foco de la lejanía llegó acompañado de las bocanadas de humo que expulsaba la locomotora, prolongándose sobre los vagones enganchados, y un par de agudos silbidos se clavaron en sus oídos justo al divisar la figura maniatada en las vías.

Juan calló pesadamente al suelo al desmontar y apoyarse en la pierna herida. Apresurado por las vibraciones y peculiar sonido del hierro que anunciaba la proximidad de la locomotora, se puso en pie y caminó cojeando hasta su amada. Desenfundado el cuchillo cortó las cuerdas que aprisionaban los pies de su prometida, seguidamente los que anudaban las muñecas y cogida en brazos pudo ver su rostro alumbrado por el foco. Las lágrimas de los profundos ojos verdes recorrían las tersas mejillas empapando el pañuelo que amordazaba la boca, y los rizos del cabello dorado se alborotaban en las manos que la sostenían.

Elisa permanecía tirada en el polvoriento suelo junto a las vías, después que una fuerza súbita la lanzara por los aires.

-Cariño -gritó nada más quitarse la mordaza, mientras la locomotora era engullida por la oscuridad al igual que cualquier rastro de Juan.

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