SAN RUTERIO. Teseo

 

Una de mis fobias es creer que me estoy haciendo invisible. Ayer, sin ir más lejos, entré en la cafetería de la estación, iba un poco apurado de tiempo, y traté en vano que me sirvieran un café. No es que hubiera excesiva clientela, pero el camarero floreaba entre los que estábamos en la barra haciendo caso omiso a mis demandas. Agitaba los brazos exclamando: -¡Por favor!-, sin lograr jamás atraer su atención. A mi lado recaló una rubita de ojos saltones, en dos segundos se hizo con los servicios del camarero, mientras yo reclamaba angustiado ¡Oiga, oiga!, sin que se dignara lanzarme una mirada ni de aprecio ni de desprecio.

Me dirigí a la rubita con un saludo apocado intentando hacerla participe de mis cuitas. El silencio y la ignorancia fue toda su respuesta. Con todo esto, y reafirmándome en mi tesis de invisibilidad, me dirigí a toda prisa al cercanías que ya estaba estacionado en el andén. Por el camino, a punto estuve de atropellar, o ser atropellado por otros viajeros. No se que pasa pero algunos se cruzan en mi camino y se empecinan en cortarme la ruta, tengo que apartarme con agilidad si no quiero ser embestido. Es otra derivada más de esta facultad incorpórea a la que ya me voy acostumbrando. No me resulta raro entrar en una tienda, o en un despacho, saludar, dar los buenos días y que ninguno de los presentes responda. Algunas veces me encorajino y soy reiterativo, repito el saludo en voz más alta, casi gritando, con el mismo inútil resultado.

Cuando estaba accediendo al tren, con las prisas, me di cuenta de que no había sacado el billete. Vi que el revisor era un tipo cejijunto con melenilla, muy conocido entre la clientela habitual por el empeño y saña que emplea en perseguir a los que, como yo, se han saltado el trámite de pasar por taquilla. Ya no tenía solución, así que busqué un asiento situado estratégicamente, que me pudiera facilitar el control del funcionario y así escapar a sus rigores. Era un tren de dos pisos. No fue difícil apostarme en las proximidades del acceso al piso superior, desde donde dominaba la plataforma y parte del vagón inmediato. Como es natural, la pareja que viajaba en los asientos contiguos no respondieron a mi saludo ni se dignaron levantar la vista del periódico.

El drama, o la paradoja, si se quiere, sucedió cuando llevábamos unos minutos de marcha. No se como lo hizo, pero el revisor, escapando a todos mis controles atacó por retaguardia. Pedía el billete con severa amabilidad. Uno por uno, cada viajero mostraba su título de transporte. Yo cavilaba, sin encontrara, una excusa exculpatoria. Llegó a mi altura, solicitó los billetes a la pareja aledaña y me ignoró olímpicamente. Mis ojos desmentían a mi mente, allí estaba yo confirmando mi presencia sobre el asiento y replicando en el reflejo de la ventanilla. ¿Cómo es posible que nadie reparara en mí?, ¿Era cierto que nadie me veía?

Cuando llegamos a Atocha, turbado por estas experiencias, traté de nuevo de conseguir el frustrado café de mi partida. Acodado en la barra de la fonda estaba el revisor de la melenilla. Traté de rehuirle situándome al otro extremo. De nuevo comenzó la lucha para hacerme notar por la camarera que gobernaba la barra. Llevaba unos minutos de desesperada angustia por llamar su atención, cuando una manaza se posó sobre mi hombro. Era el revisor del tren que con gesto irónico me espetó:

– No creas que te tengo descontrolado chaval. Se que venías sin billete. Te salva que hoy se celebra San Ruterio, patrono de los interventores en ruta. Para celebrarlo acostumbro a indultar a los despistados como tu.

Se marchó dejándome abandonado en aquel océano de ignorancia. Desistí aburrido del intento de hacerme servir un café. Desde entonces, no me fío, busco constantemente espejos y escaparates donde confirmarme.

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